Capítulo I
Hacia los albores de la década del ’30, un grupo de intelectuales residentes en uno de los tantos valles de suiza formaron un grupo literario. Se encontraban cada miércoles alrededor de las 21:30 en un pequeño y acogedor barcito de un pasaje de adoquines desprolijamente dispuestos y veredas estrechas.
El resultado de los encuentros se codificaba en escritos individuales sobre diversos temas y siendo del agrado de la mayoría de los miembros, los recopilaban en obras.
Como dichas recopilaciones formaba parte de la propiedad intelectual de cada miembro decidieron editarlas bajo seudónimos que, al ser desglosados, la totalidad de las letras formaban un nombre. El nombre que se podía esclarecer, se supone, era aquel con que titulaban el grupo de reunión y era el siguiente: “Donde sangran las Musas”.
Las primeras publicaciones que se llevaron a cabo resultaron ser un verdadero éxito, muchas de ellas se convirtieron en clásicos y Best Sellers, otras fueron traducidas a diversos idiomas y recorrieron el mundo.
Con las regalías recibidas acondicionaron secretamente unos habitáculos en una gruta cercana al valle. Allí adecuaron habitaciones lujosas, jardines internos, salas de estar, salones de comidas, etc. Los diferentes espacios fueron acondicionados de forma tal que se ambientaron de acuerdo a estados anímicos para lograr un clima propenso al divagar de musas que en base a el despertaban.
El jardín del desengaño, por ejemplo, era una cueva circular de las más grandes del recinto. Constaba de varios tipos de arbustos y plantas silvestres esparcidas aleatoriamente para asimilarse a un bosque natural donde la oscuridad se hace inmensidad, uno de esos paisajes a los cuales se recurre en búsqueda de uno mismo, de respuestas anónimas, silencio, calma y por sobretodo respuestas. Allí donde el mayor temor se puede generar al enfrentar aquellos reclamos y enigmas que arroja la propia razón.
En puntos estratégicos, separados unos de otros, colocaron bancos grises de frío cemento, iluminados por un pequeño farol de luz blanca espectral, de esos que dan el sentido espacial al dibujar tenuemente un pequeño alrededor, pero dejan a juicio de la imaginación a todo lo demás que no logra acariciar su luminiscencia.
La verdadera razón por la que el jardín del desengaño se encontraba allí y no en cualquier otra cámara del lugar, se debía a que si se atravesaba la mirada en un ángulo de entre 55° y 90°, según la posición en que el visitante se encontrara alli, entre unas columnas de rocas de formas casi geométricas entrelazadas de forma circular que se alzaban, se lograba ver la luna.( En los determinados horarios especificados en el “Explicitum” en el que se informaba sobre ciertos fenómenos no habituales y en que sitio se los podían visualizar o percibir).
La luna, en estas escenografías, cumple un factor indispensable. Satisface la necesidad humana de comprensión, es allí donde el individuo arroja sus múltiples miradas interrogatorias o intenta obtener de ella aprobación. Para otros es compañía ante tanta soledad inducida. Quienes desean internarse más allá de los farolines, solo se abren paso a través del herbaje que se traza al ser alcanzado por la sutileza plateada que de la luna emana. Aun en días nublados, de lluvia o tormenta, los visitantes de dicho jardín que atraviesan con la mirada el lecho rocoso y contemplan el cielo en los horarios establecidos, saben que aunque no la vean, allí se encuentra.
Otras de las decisiones que tomaron, una vez establecido aquel lujoso lugar que se mantenía con una parte de los beneficios de los libros editados, fue invitar a participar a quienes ellos consideraban respetables escritores y filósofos. Luego a pintores y músicos.
Poco a poco se fue gestando una pequeña sociedad artística que vivía del fruto de su trabajo tanto individual como en relación a los otros artistas. Igualmente la distribución de las regalías era equitativa y los miembros fundadores eran quienes, por mayoría, decidían quienes debían obtener mayores beneficios y quienes debían esmerarse más. Nunca se registro una expulsión de alguno de los miembros. En parte sonaría ranozable, porque antes de enviar las solicitudes se llevaban a cabo largos estudios y debates en relación a dicha persona y principalmente porque una vez dentro, cualquiera fuese, no veía como opción ser desterrado una vez que conocía los beneficios de pertenecer a aquel lugar e hiciese lo que hacia falta para cumplir con el “Reglamen”.
No se había tenido en mira, pero el mismo sistema creado había lanzado escalas jerárquicas entre los miembros de aquella comunidad. Por una parte se encontraban los socios fundadores, a quienes se debía respeto por representar los intereses de dicho taller, además de ser los miembros del comité disciplinario y selectivo.
Por otra parte se encontraban los artistas invitados, que dentro de sus funciones eran reconocidos por su prestigio y desarrollo.
Y por último, una servidumbre ad honorem. Llevaban a cabo las tareas hogareñas: servían las mesas, limpiaban, barrían los pasillos y trataban de complacer a los artistas. Eran en general amantes del arte que se resignaban a llevar a cabo aquellas tareas y eran compensados con todos los viáticos y un total exceso a las obras generadas.
El paso del tiempo se ocupo de lo suyo, las meras relaciones diplomáticas entre los miembros (hombres y mujeres de distintos tipos, géneros y especies) se fueron estrechando en vínculos sentimentales.
El amor y el desamor jugaron papeles cruciales que afectaron la composición de muchas de las obras.
Los que representaban el fruto de su amor lo hacían en de las formas mas preciosas: prosas, poesías, cuadros de diversos tamaños con millares de colores y rarezas que se entretejían en danzas químicas; melodías de las cuales se pueden sentir los besos y caricias que representa el/los autor/s en sus notas, etc.
El desamor recurrió en las más famosas novelas que relataban historias en las que el dramaturgo cambiaba las situaciones, lugares y personajes. Por lo general acababan en finales quirúrgicos y angustiantes, de esos que dejan al leyente mirando el “Fin” por incontables reflexivos minutos.
Continuará...
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